jueves, 10 de noviembre de 2011

Niceto Blázquez y Raoul Sorban en Stoiana

Niceto Blázquez y Raoul Sorban en Carei

RAOUL SORBAN Y YO

ENCUENTRO HISTÓRICO CON RAOUL SORBAN

Todo empezó a mediados de septiembre de 1969 en un vagón de segunda clase del tren París-Irún en la estación de Austerlizt. Había huelga de trenes y el tren París-Irún se preparaba para hacer el viaje en un ambiente muy enrarecido. Con la esperanza de que no surgieran sorpresas desagradables, subí al tren y tomé asiento al lado de la ventanilla de frente a un señor ya acomodado en el asiento opuesto. Durante algunos instantes cruzamos nuestras miradas sin hablar devolviendo la mirada a la ventanilla para seguir los acontecimientos en la estación. De pronto dos o tres personas irrumpieron ruidosamente en el apartamento y se dirigieron a él recabando alguna información. Intentó decirles algo, pero no consiguió hacerse entender y los potenciales compañeros de viaje desaparecieron. Pocos segundos después de quedarnos solos Raoul SORBAN rompió el silencio conmigo. Nuestra presentación fue rápida. Él se presentó como rumano, marxista y ateo para provocarme cariñosamente. Con la misma naturalidad y simpatía yo me presenté como creyente cristiano y profesor de filosofía especializado en el tomismo. Su réplica no se hizo esperar. “Tú –me dijo- eres un hombre de fe, un creyente, mientras que yo soy un ateo, un hombre no creyente. ¿Cómo, pues, podremos viajar juntos hasta Madrid conversando sin entrar en un discurso contradictorio y conflictivo?”. Yo entré con gusto en su juego dialéctico y repliqué sin inmutarme: “No me preocupa lo más mínimo esta aparente incompatibilidad entre la forma de pensar de un marxista-comunista rumano y la de un cristiano-tomista español”. En cuestión de segundos los dos llegamos a la convicción de que había surgido entre nosotros una simpatía y un clima de confianza sin fisuras. Y en tono cariñoso y humorístico le hice esta observación, que Raoul conservó siempre en su memoria como el punto de partida de nuestra entrañable amistad: “Tú eres ateo y existes, y yo, siendo creyente, también existo. Luego ya tenemos algo en común para hablar durante el viaje sin necesidad de entrar en conflicto”. Este es el contenido sustancial de aquella conversación inicial entre Raoul Sorban y yo. En diversas ocasiones él la ha reproducido con toda exactitud en sus memorias considerándola como un punto de referencia importante en su vida. Desde aquel momento se fraguó entre nosotros una feliz historia de amistad como resultado inmediato y fulminante de una comprensiva intuición de segundos entre ambos. Antes de despedirnos en Irún, Raoul Sorban me pidió que visitara Rumania. Me habló de las dificultades del viaje pero se comprometió a asumir él personalmente toda la responsabilidad del mismo. Pasó el tiempo y en agosto de 1971 se cumplió el sueño de volvernos a encontrar en Rumania. Dicho y hecho. Salí de París en tren con destino Bucarest pasando por Viena y Budapest. Tardé en llegar dos noches y un día con mucha incomodidad y cansancio, pero con una ilusión inmensa por romper el impenetrable "telón de acero" comunista. Este viaje equivalió a una aventura para conocer por mí mismo y sobre el terreno la realidad del "paraíso comunista europeo" con el que los ideólogos marxistas y los intelectuales occidentales más ingenuos trataban de idiotizar a las gentes más pobres y desilusionadas de este mundo.

Una vez que había conocido a Raoul Sorban no dudé en emprender la aventura confiando en sus buenos servicios de intercesión ante las autoridades comunistas. Recibí varias cartas en las que no disimulaba su gran deseo de convertirme en huésped suyo y asumir todas las responsabilidades ante la celosa administración comunista. En París obtuve todos los visados requeridos para llegar a aquellas tierras. Con el paso del tiempo sólo me explico la decisión de emprender aquel arriesgado proyecto pensando en mi nobleza de intenciones y en mi juventud.

Por más que los servicios de seguridad y espionaje me siguieron de cerca controlando todos mis movimientos jamás pudieron acusarme de espía a pesar de viajar solo. El propio Raoul Sorban me había sugerido por carta que fuera acompañado por alguien para facilitar los trámites de permiso de entrada y estancia en el país de los dráculas marxistas. El paso de Austria a Hungría me impresionó mucho. Al cruzar el tren la frontera quedaba atrás el desarrollo de la Europa libre y entraba en los dominios del “paraíso comunista”, de la falta de libertad y de la pobreza material.

En Budapest tenía que dejar el tren procedente de París y tomar otro con máquina de carbón hasta Bucarest. Me llamó mucho la atención el personal laboral. Los trabajadores del ferrocarril vestían uniformados como los diabólicos milicianos de la guerra civil española. Para no equivocarme de vagón al cambiar de tren pedí información a un funcionario. Me preguntó en qué tren había llegado hasta allí y al responderle que en el tren procedente de París, me indicó con ironía y buen humor el vagón del tren que correspondía “a los capitalistas”.

Partimos de Budapest hacia las 10,30 de la noche. Los viajeros eran tan escasos que tenía la impresión de viajar solo en un tren fantasma con máquina de vapor. Esta misma impresión debía tener una pareja de recién casados que viajaba a mi lado. Durante algún tiempo yo me dediqué a curiosear desde la ventanilla el ambiente reinante en las estaciones en las que hacíamos parada y hasta redacté unas notas de impresiones que por desgracia he perdido. Recuerdo, por ejemplo, que las paradas daban tiempo para bajar del tren a beber agua en la fuentecilla de las estaciones.

Luego quedé dormido, presa sin duda del cansancio. Al despertar, bien entrada ya la mañana, miré en mi entorno, pensando más que nada en la bolsa de viaje, y lo primero que vi en la rejilla fue las gorras de los policías que supuestamente habían vigilado de cerca mi sueño y protegido mi bolsa. Después de los constantes y rigurosos controles policiales a los que fui sometido durante todo el viaje se supone que había que controlar también mi descanso. Por fin se cumplió mi sueño de llegar a Bucarest con gran ilusión confiado sólo en la promesa de Raoul Sorban de recibirme y responsabilizarse de mi estancia en el país de los dráculas comunistas. Llegué a la estación del Norte de Bucarest en una mañana espléndida de la primera semana de agosto de 1971. Nadie me estaba esperando pero esta circunstancia no me preocupó lo más mínimo. Comprendí que había llegado a un país comunista donde no había que sorprenderse de nada.

¿Qué hice? Con el plano de Bucarest en mano identifiqué la calle 30 Decembrie y me decidí a hacer mi primer paseo por la ciudad hasta llegar al despacho del Prof. Sorban. No podía yo desaprovechar esta oportunidad de pasearme solo y por primera vez por una ciudad comunista. Cuando me encontraba ya relativamente cerca de la calle 30 Decembrie, me di cuenta de que una bella y joven señora caminaba paralelamente en sentido contrario por la otra acera de la calle mirándome con particular insistencia y curiosidad a medida que caminábamos y nos acercábamos el uno al otro. En el momento justo en que nos encontrábamos frente a frente crucé la calle y me dirigí a ella para pedirle ayuda con el plano en la mano. Al ver mi porte comprendió inmediatamente que yo era extranjero y estudiante. Me preguntó cariñosamente de dónde venía, a dónde iba y cuánto tiempo pensaba permanecer en Bucarest. Yo la expliqué todo en pocas palabras.

Sí, me dijo ella, estás cerca de la calle 30 Decembrie y siento mucho tenerte que dejarte porque voy con el tiempo justo al trabajo. Luego me dio su dirección y el número de teléfono de su casa al tiempo que me pidió, por favor, que antes de marcharme de Bucarest, si es que no podíamos vernos antes, por lo menos la llamara por teléfono para despedirnos. Luego me dio algunos consejos prácticos. Yo, me dijo, he viajado una vez a Suiza con mucha dificultad para conseguir el permiso de salida y puedo decirte con conocimiento de causa que tienes que hacerte a la idea de que tú estás ahora en un país comunista, o sea, en otro mundo. Cuando me llames por teléfono para despedirnos, añadió, no lo hagas desde un teléfono privado sino desde una cabina pública. Afortunadamente, tuve el placer de dedicar mis últimos momentos a esta gran señora, Jeanine Rovintescu, que me dispensó el primer recibimiento amistoso y entrañable en nombre de todos los rumanos a despecho de los controles y represiones de la “securitate” de Bucarest.

Desapareció Jeanine y yo continué mi camino hacia el nº 18 de la calle 30 Decembrie. Entré y subí al primer piso donde apareció una señora. La pregunté por el Prof. Sorban y me dijo que descendiera y llamara a la puerta de la derecha donde él me estaba esperando. Efectivamente, al entrar yo había visto una puerta a la izquierda cerrada y un ventanillo encima por el que se percibía luz eléctrica de débil intensidad. No llamé allí al llegar por pensar que se trataba de la puerta de algún servicio higiénico por lo que continué escalera arriba buscando otra puerta en la que apareciera el nombre del Prof. Sorban. Llamé y, efectivamente, mi gran hombre se encontraba allí en su despacho universitario pendiente de mi llegada. Al verme exclamó con un ¡Ah, mi querido amigo! Y se fundió en un abrazo conmigo pidiéndome disculpas por no haber podido estar en la estación para recibirme. Luego dio por terminado su trabajo y sin disimular su alegría diseñó las líneas generales del programa que había sido diseñado para los días de mi estancia. Lo primero que me advirtió fue que yo era oficialmente huésped suyo y que para ello había llegado a un acuerdo con la administración comunista con el fin de que yo ocupara su apartamento individual en Veteranilor y él durmiera en la butaca de su despacho de trabajo en 30 Decembrie.

El primer día en Bucarest almorcé en el apartamento del Prof. R. SORBAN sito en la calle Veteranilor, bloque 6°, piso 1°, puerta 2/ Izda., en compañía de la señorita Viorica NECULA. Viorica había sido alumna suya en la Universidad y ahora marchaba a Sinaia para ocuparse de la dirección del museo Peles. Pero tenía un problema personal y el Prof. Sorban la aconsejó que mientras él nos preparaba el almuerzo ella hablara conmigo del asunto con la misma confianza que lo había hecho con él. Un día se encontró muy triste y deprimida y decidió ir discretamente a confidenciarse con un experto. Con tan mala suerte que esta persona la hizo una proposición deshonesta. Terminado el almuerzo ella se marchó con el tiempo muy medido a Sinaia. La prometimos hacerla una visita en el famoso museo, pero nuestro deseo no pudo cumplirse. Ella, en cambio, me envió después una postal de felicitación navideña. Al parecer, su encuentro conmigo supuso un alivio provisional. En 1988 el Prof. Sorban me comunicó que la salud mental de Viorica se había deteriorado notablemente.

La promesa que hice a Jeanine Rovintescu de llamarla por teléfono antes de marchar de Bucarest no se había cumplido cuando faltaban sólo pocas horas para tomar el tren con destino a Belgrado. De acuerdo con la normativa comunista yo tenía que salir de Rumania por un puesto fronterizo distinto de aquel por el que había entrado. Cuando ya estábamos dispuestos a salir hacia la estación del Norte desde el despacho de Raoul Sorban en la calle 30 Decembrie n. 18, no me resistí a confesarle mi disgusto. Él, que nada le parecía imposible, me pidió el número de teléfono para llamarla. Entonces le recordé lo que ella me había aconsejado: que no la llamara desde un teléfono particular sino desde alguna cabina en la calle. Raoul me tranquilizó diciendo que a la señora no le faltaba razón, pero que en nuestro caso no correríamos ningún riesgo llamando desde el teléfono de su despacho. Así pues, marcó el número y al pronunciar mi nombre respondió emocionada la señora con esta exclamación: ¡Ah, el joven español! Por la hora que es ya pensaba yo que no me llamaría para decirme Adiós”.

Resultando que vivía muy cerca de nosotros en Schitul Maicilor, 8, pensó que todavía podíamos entrar por su casa de paso para la estación del tren. Tomé la bolsa de viaje y pocos minutos después estábamos el prof. Sorban y yo en casa de esta inolvidable mujer. Después de recordar cómo fue nuestro feliz encuentro, nos contó cómo vivían ella y su marido sin hijos por la única razón de que la vida de ambos estaba organizada de tal manera que no quedaba margen económico ni tiempo para crear una familia. Luego nos contó los trucos y maniobras que tuvo que hacer para conseguir la autorización oficial para realizar su único viaje al extranjero en Suiza. Pero me confesó que había valido la pena la lucha por llevar a cabo aquel viaje por el solo hecho de haber descubierto que el mundo occidental del otro lado del telón de acero era totalmente distinto y más interesante que el cacareado "paraíso comunista" por la propaganda marxista.

Durante la breve visita disfrutamos mucho sin disimular nuestra alegría y buen humor celebrando furtivamente nuestro encuentro y violando las leyes marxistas sobre el contacto con extranjeros. Pero lo más divertido fue cuando llegaron dos jóvenes, hijos de diplomáticos italianos, y desplegaron irónicamente unos posters pornográficos que habían introducido en el país sin que nadie se lo impidiera. Tuve la impresión de que la señora Rovintescu y su marido aprovechaban cualquier ocasión para comunicarse con extranjeros jugándose el tipo. Pero los minutos pasaban velozmente y teníamos que despedirnos con gran pena de aquella solitaria pero encantadora pareja, aunque con la satisfacción de haber consumado nuestro deseo de expresarnos en la intimidad de su casa lo mucho que nos habíamos admirado y querido sin vernos desde aquel momento en que se cruzaron nuestras miradas por la calle y quedamos mutuamente prendados de nuestra nobleza de ideales. ¿Qué habrá sido de la encantadora Jeanine Rovintescu de la que nunca más tuve noticias? NICETO BLÁZQUEZ, O.P.